Tres miradas

Su cuerpo yacía en una silla. Su cabeza tendida sobre su pecho. Sus largos cabellos llegaban hasta sus manos, las cuales tiesas dormían sobre sus piernas. Ya amanecía.
Ese día había sido como cualquier, excepto que, decidida, sacó a pasear a su perro. Era un buldog regordete, que le había regalado su padre para su cumpleaños pasado y número 26.
Caminaron juntos unas cuantas cuadras hasta que llegaron al parque. Allí soltó la cuerda que se unía al collar y Renzo supo que ya podía comenzar a retozar. Ella sacó de su bolso el libro que había escogido para hoy. Era sobre el psicoanálisis, había intentado leerlo varias veces pero nunca lo consiguió. Comenzó a hojearlo y encontró en una de sus páginas una flor muy conocida para ella. Era una violeta.
No tardó en tomarla, acariciarla suavemente y hacerla girar entre sus manos. Luego la miro fijamente…

Lo había conocido en el mes de julio, un día en el que el invierno no quería pasar desapercibido. Estaba lloviendo y se encontraba en una parada de colectivos. El haber sido impuntual acarreó tener que soportar la lluvia al no encontrar lugar en la garita. Así que, con no muy buena cara, aceptó la idea de mojarse. Sin otra cosa que hacer, comenzó a mirar a la gente que pasaba: algunos corrían, otros se ocultaban en algún lugar donde la lluvia no pudiera mojarlos, otros optaban por seguir caminando mientras las lágrimas del cielo los empapaban. De repente sus miradas se cruzaron y con sorpresa notó que alguien, no muy conocido para ella, estaba cruzando la calle y venía con una sonrisa hacia donde se encontraba.
No supo nunca cómo la convenció pero, en un abrir y cerrar de ojos, estaban en su auto. La invitó a tomar un café en un bar que estaba cerca de donde ella dijo que se bajaría. Y así fue, sólo que su charla se extendió más de lo previsto.
Se hicieron muy buenos amigos en un comienzo. Compartían todo cuanto podían, desde paseos y helados hasta noches en la vereda de la avenida 17
principal contando automóviles. Jugando a las escondidas le habían ganado al amor, esta vez.
Renzo interrumpió su pensamiento. Lo observó y sintió que su jadeo y babas habían sido demasiado por hoy. Ató de nuevo su correa al collar y miró el banco en el que había estado sentada por más de una hora (que a su parecer sólo habían sido unos pocos minutos). Se dio cuenta que el libro seguía intacto y que además lo había traído nuevamente a su cabeza.
Nunca supo cuál fue la causa oficial de su ruptura. Pero ahora no permitió que eso la perturbara.
Llegaron a la casa, dejo a Renzo en el patio y decidió tomarse un baño. Cuando terminó fue hasta su cuarto, eligió una remera gigantesca y se sentó cómoda frente al televisor. No encontró ningún programa que le agradara o la relajara, entonces decidió recostarse un rato.
Pensó que ya había sido suficiente duelo y que debía escribirle para darle esa explicación que él tanto merecía. Se sentó en su escritorio, eligió el papel que tenía más a mano y la lapicera que siempre estaba allí. Comenzó a escribir.

Él nunca supo por qué la explicación no llegaba. Harto de esperar y falto de paciencia se dirigió hacia la casa en la que habían compartido tantos momentos felices. Entró con las llaves que todavía conservaba. Al verla tan indefensa y serena, no dudó en acercarse fríamente y atravesar el lado izquierdo de su espalda con uno de los cuchillos que integraban su colección. Gritó muy fuerte: “¡Si no sos para mí, no sos para nadie!”. La miró fijo. Ella volteó y encontró sus ojos. Una lágrima rodaba por su rostro y se escuchó murmurar: “¿Por qué?”.
Vacío. Silencio. Pasos que se alejan.
Aún seguía allí. Asignada por no sabe quién. Persistiendo a causa de una tenue luz que irradiaba un velador cerca del lugar donde estaba. Inmóvil. Presa. Adoptando su misma figura. Condenada al no albedrío desde un comienzo y de por vida. Y todo por ser su sombra.

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