Aunque sus pies no llegaban al suelo igual los movía hacia adelante y luego hacia atrás tratando de darle más envión a la hamaca que empujaba su papá. Y cada tanto le decía: “Dejame. Yo puedo solo papi”.
Se cansó de intentar tocar el cielo y girando su cabeza hacia un costado, indicándole a su padre que ya no siguiese empujando, se quedó quieto para que la hamaca dejara de mecerse. Bajó de un salto y corrió hacia el tobogán. Subió gritando: “¡Mirá papá!”. Él lo esperaba abajo, como siempre, sonriéndole mientras descendía.
Ella lo miraba orgullosa desde el auto, a pesar de que ya se había curado todavía no podía caminar mucho.
Las tardes en la plaza siempre eran así, corriendo de un lugar a otro. Hamaca, tobogán, pasamanos, y si se portaba bien una vuelta en calesita.
Martín cortó una flor de uno de los canteros que adornaban la plaza. Era una violeta. Primero la acercó a su naricita y mientras la apretaba contra una de sus mejillas coloradas de tanto jugar, corrió rápidamente hacia el auto donde su mamá lo esperaba con la puerta abierta. Y después de un abrazo, le regaló una sonrisa indescriptible. ¡Se miraron con tanto amor! Él estiró su manito con la violeta y reflejado en el brillo de los ojos de su madre le dijo: “¡Para vos mamá!”.
Y dándose vuelta rápidamente volvió corriendo a la hamaca donde lo esperaba su papá, para intentar de nuevo tocar el cielo.
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