Espiral

Érase una vez, en una ciudad lejana. Un joven y animoso cartero llamado Rodolfo. Su madre le había puesto ese nombre de origen germano porque significaba “el que busca la gloria”.
Encargado de los repartos desempeñaba diariamente su tarea con avidez y alegría. Ubicaba siempre cada dirección, nunca pasaba por alto los números de las casas y había memorizado los nombres de cada calle de su ciudad, hasta los de los barrios mas alejados.
Después de un tiempo haciendo lo que “le había tocado”, empezó a sentirse raro. A su entender, su labor carecía de desafíos y eso lo volvía monótono, rutinario, tedioso.
Una mañana en la que Rodolfo descansaba su cabeza apoyada sobre su brazo y éste sobre el mostrador de la oficina de recepción, llegó el camión con las entregas como todos los días.
Rodolfo tomó una de las bolsas cargada de sobres y cajas. Y mientras separaba cada carta por zona, se sorprendió muchísimo cuando leyó en uno de los sobres: “Sr. Juan Buenaventura, Calle Sin Nombre Nº 95”.
Con todos los sobres en su mochila, tomó su bicicleta y comenzó a repartir.
“La mejor para el final”, se dijo. Pensando en el sobre que tanto lo había exaltado esa mañana.
Y así hizo. Cuando ya mermaba el calor del sol, indicando el comienzo de la tarde, metió su mano en la mochila y tomó ese sobre que tanto lo intrigaba. Pensó primero en el nombre del destinatario:
“No lo conozco”, se dijo.
Luego en el nombre de la calle:
“¡Menos!”, dijo esta vez en voz alta.
Levantó el sobre hasta la altura de sus ojos y lo puso a contraluz. Sus pupilas brillaron, su ceño se frunció, sus manos comenzaron a temblar… El sobre estaba vacío. Tal vez su ego, o no sabía bien qué, le impedía buscar a alguien que lo orientara, y también recorrer las calles en vano.
Volvió al Correo. Mil ideas rondaban por su cabeza. ¿Alguien le había jugado una sucia broma? ¿O era cierto el nombre de esa calle y eso significaba que desconocía esa ubicación? ¿No era capaz de realizar bien su trabajo?
Cabizbajo volvió a su casa, pedaleando despacio.
Abrió la puerta casi sin ganas, y fue directamente a su habitación. Se dejó caer sobre la cama y lentamente cerró los ojos. Sin darse cuenta se durmió un rato.
Al despertar, un poco preso de la vergüenza y un poco enojado consigo mismo, sacó de su placard una valija vacía y fue tirándole un par de prendas de uso más frecuente. Así, sin siquiera doblarlas, cerró la valija con fuerza.
Salió apresurado a la calle, tan rápido que ni cerró la puerta. Subió a su bicicleta y empezó a pedalear sin rumbo definido.
Ahora vive en otra ciudad. Se hace llamar Oflodor y es jardinero.

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