Encerrada en esta habitación. La música resuena en mis oídos pero casi no la escucho. El gris de las ventanas me perpetra.
Me hago pequeña, diminuta. Una voluta de polvo tal vez.
Atravieso la franja de sol que corta el aire y me mareo en ese pequeño remolino sin final.
Sigo el hilo que cuelga de la cortina verde y me escapo por la grieta que dejó un viejo y oxidado clavo que yace sobre uno de los azulejos en el piso.
Salgo al aire, al viento, al sol.
Llego hasta alguna nube y me dejo caer lentamente, mientras las otras nubes me hacen cosquillas al rozarme suavemente.
Caigo en la vereda, algunas baldosas rotas. Veo los zapatos de algunos transeúntes que caminan apurados. Floto sobre un charco que olvidó la lluvia esta madrugada.
Me detengo a charlar con una hoja amarillenta que no logró sostenerse más de un árbol poseído por el otoño, pero me despido enseguida porque me esperan las palomas de la plaza del centro.
Una vez allá me subo al hombro de un anciano que me lleva, mientras descanso del trajín de tanto viaje, a su casa. Allí lo espera su esposa, también de larga vida. Tiene puestos en la mesa dos platos, y saca del horno una tarta de verduras recién hecha. Sus miradas se cruzan en silencio. Yo la miro. Y él la mira. ¡Llevan tanta vida juntos! Sus rostros cargados de tiempo, ¡pero sus ojos! ¡Sus ojos reflejan intacto el amor que desde hace tanto tiempo comparten! No anhelo ser ella, sino poder dar y recibir esa mirada.
En mi mente un torbellino de imágenes en retroceso me devuelven a la realidad, a este momento…
Son las dos y cuarto de una tarde de lunes y estoy encerrada en esta habitación, escribiendo, con música resonando en mis oídos y el gris de las ventanas perpetrándome.
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